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Fiesta de cumpleaños

Festejaba los diecisiete un viernes trece de luna llena ¿qué podía salir mal?

Cuando empezaron a llegar los chicos todo parecía normal, excepto por el hecho de que todos venían con mochilas. Está bien que había una piscina, pero el clima no estaba como para zambullirse en ella a las dos de la madrugada.

Cuando el número de jóvenes ya fue más de cincuenta me empecé a preocupar. No es que fuera un número peligroso pero eran menores y yo estaba sola a cargo del grupo.

Sonó el timbre y entraron siete más, y atrás otros tres y un grupo más, de diez. Perdí la cuenta pero eran muchos.

Fui al patio a ver qué estaba pasando y ese grupete era nuevo. Amigos de amigos de la cumpleañera, con más amigos.

Entré al quincho a buscarla, a oscuras porque los chicos habían apagado las luces y se preparaban tragos a luz de los celulares. El olor a alcohol en en amontonamiento era bastante fuerte.

El volumen de la música estaba lo suficientemente alto como para que no se pudiera oír más que un murmullo inescrutablesde voces y risas por doquier.

Milena apareció de entre las sombras y, a pesar de que se la notaba bien, me dijo que había una chica que faltaba. La tranquilicé, le dije que quizás estaba por ahí con algún chico.

La finca es grande. Parte del «control» que tenía ahí esa noche no sólo era por la cantidad de alcohol que pudieran tomar, sino que no se fuera ninguno más allá de los límites de la parte funcional de la vivienda.

Los frutales y el corral, pasando el límite de los libustrines, de noche, eran el abismo más oscuro que la misma oscuridad. Me volví al interior de la casa pero no estaba tranquila.

Siento el ruido del portón que da a la parte de atrás. Miro la hora: las tres. Un escalofrío me corrió por la espalda. Salí cuando uno de los chicos gritó: «se escapó el choco».

Titán es un ovejero alemán de poco más de un año. Inquieto, juguetón y guardián. Pero el portón tiene traba, no podría haberla sacado Titán. Alguien había salido.

Me quedé cerca de la churrasquera a ver qué pasaba. Observaba, en la oscuridad, lo que los chicos hacían, escuchaba las conversaciones de los que estaban cerca de la pileta y esperaba a que el perro volviera. Nada, el portón seguía semiabierto,y chirriando en el leve bamboleo de la brisa nocturna que estaba más cálida de lo habitual. No había señales del perro.

Prendo un cigarrillo y escucho que tiran a una parejita que bailaba apretada, a la pileta. Risas, gastadas «a ver si se enfrían un poco» les decían.

Una chica y un chico encaran al portón y les pregunto a dónde van: «es que una amiga nuestra se perdió», me dijeron. Les aconsejo que no se vayan muy lejos. Salen y los veo que encienden la linterna de los celulares. Empiezan a llamarla: Noeliaaaaa, Noeliaaaaa, la puta madreeee, ¿Noelia dónde estás? Noeliaaa.

Al ratito vuelven y me dicen que no escucharon ni vieron nada, ni de la chica ni del perro. Me quedo preocupada pero ellos vuelven al baile.

No sé qué hacer. Ni loca salgo sola a buscarla. Ni siquiera sé si de verdad la piba vino, si se fue para atrás o si está por ahí chapando con alguno. Pensé en un momento en ir a parar la música, prender las luces y ver si la tal Noelia aparecía por ahí y, si no, sacar a los más de setenta pibes con sus celulares a recorrer la finca y buscarla.

Mejor no, a ver si desaparece otro más. En eso llega Titán, corriendo y agitado. Se me mete entre las piernas buscando un poco de cariño. Me niego a pensar que está asustado. «¿Qué pasó Titán?»,le pregunto como si el choco pudiera responderme. Se tranquiliza y se echa mirando para la oscuridad tras el cerco verde, con las orejas paradas.

Voy a cerrar el portón de nuevo, para asegurarme de que quede trabado, y Titán se para y me mira con los ojos abiertos y el osico abierto. Comienza a gruñir y me sigue un poco agazapado. Me tiemblan las manos al poner la traba. Vuelvo al lado de la churrasquera caminando hacia atrás. Tenía miedo, la verdad. Ya no pude volver al interior de la casa. Había algo allá atrás y no tengo idea qué era, pero si Titán no estaba tranquilo, yo tampoco.

El perro se volvió a echar en la misma posición, mirando hacia la finca. En el quincho todo parecía normal y en la pileta ya habían tres pibes más mientras los dos primeros se habían quedado en una esquina conversando con los brazos por afuera del borde.

«Una araña», grita uno. Ufff. Me acerco y veo como se habían arrinconado todos en una esquina de la pileta mientras otros alejaban con un palo a la bicha. Varios gritaban de los nervios mientras la mayoría seguía bailando y tomando como si nada. Cuando la sacaron de la pileta, le partieron el cuerpo en dos con el palo. Miro a Titán y seguía mirando a la finca.

Escucho ruidos como de pisadas arrastradas atrás de los libustrines. Titán no se movía. Me acerco al quincho y busco a Milena para preguntarle si la chica que ella buscaba había aparecido. Me mira subiendo los hombros y haciendo una nueca de desinterés. Le pido que bajen un poco la música, que ya son las cuatro y no quiero que los vecinos se quejen. Me mira asombrada. Los vecinos más próximos están a mil metros.

Media hora más tarde suena el timbre. Abro el portón y veo una trafic estacionada. Le hago señas para que entre y toque bocina así salían los que venía a buscar. El chofer entra y frena a mitad de camino. Lo veo con el gesto de espanto y miro hacia el final del callejón, hacia donde alumbran las luces altas de la camioneta. Me quedé helada al ver una chica con aspecto de zombie que venía caminando.

Al darme la vuelta veo al malón de chicos que venía a subirse a la camioneta y a Titán que empieza a ladrar. Voy al quincho, prendo las luces y les digo a todos que se metan adentro. Cuando los que iban rumbo a la camioneta empiezan a subir y sentarse, ven a la chica que iba hacia ellos y empiezan a gritar.

«¿Qué pasa?», me preguntaban todos en el quincho, como si fuera la madre loca aguafiestas. «¿Cómo está vestida Noelia?», pregunto a los dos pibes que habían salido a buscarla. «Pantalón corto de jean y sudadera blanca», me dicen. Era ella, con los pelos revueltos, los ojos blanqueados y ojerosos, las piernas laceradas y las manos ensangrentadas. Lo que le salía de la boca no me animo a decir qué era.

«Llamen a la policía», les pido. No me obeceden y me miran confundidos. «¡Llamen a la policía y digan que hay una chica herida! ¡Ahora!», les gritó para que reaccionen y les abro la canilla de la cocina para que se laven la cara y se hidraten.

Ya me veía dando explicaciones por los jovencitos ebrios y el espectro de la chica que venía por el callejón.

Iba camino a la camioneta cuando veo que acelera y se mete en primera. Escucho los gritos de los chicos y el impacto. ¡Lo que me faltaba!, pienso.

Cuando llego al portón, entra el coche de la policía. Los chicos que estaban en la trafic empiezan a a bajar corriendo rumbo a la calle. La sirena del patrullero los detiene y se meten hacia adentro, camino al quincho.

«¿Qué está pasando acá, señora? Llamaron diciendo que hay una chica herida…» Me dice un oficial, bajándose del vehículo. Le explico y se baja el otro policía. Van los dos hacia la camioneta. Veo que la rodean y vuelven. «Está segura de lo que dice, señora?» Asiento con la cabeza mientras ellos ingresan a la propiedad y empiezan a preguntar a los chicos lo que había pasado. Todos le respondieron lo mismo que yo.

«Bueno, parece que la fiesta estaba muy buena», dice uno de los policías agarrando una botella de vodka vacía tirada en el pasto. «Pasen al frente los mayores de dieciocho». Todos quietos. «¿Se hace la jovencita, señora?», me dice el policía. Me adelante más de un paso para ir a enfrentarlo y preguntar si no iban a hacer nada con la chica y el chofer. Se ríen. Miro a los chicos y también empiezan a reírse.

«Mire, señora, no tengo idea de qué habla ni de qué pasó acá, pero en la trafic no maneja nadie y no hay ninguna chica atropellada, así que mejor que me diga de quién es la camioneta, quién trajo tanto alcohol y cuánto de todo lo que está vacío se lo bebió usted».

Miro al perro que baja la cabeza. Se escucha el gallo de la finca de al lado y el policía pide refuerzos para llevarse la camioneta y hacerle test de alcoholemia a todos.

Para cuando terminó el procedimiento, ya estaba saliendo el sol, la mayoría de los padres había llegado a buscar a sus hijos y notificarse ante la policía. El policía se acerca y me entrega la hoja con la multa por hacer una fiesta con menores y alcohol. «Puede hacer un descargo», me dice. Y agrega que, si lo hago, mejor no cuente la historia de la chica zombie.

A Noelia nadie la vino a buscar y yo me quedé sentada en el juego de jardín bajo la pérgola, mirando las dos bolsas de consorcio llenas de botellas y cajas de vino vacías. Yo sólo les había permitido cerveza y fernet.

Milena se había ido a dormir, por suerte mi hija no tenía más de 0,5 en sangre. En realidad, por suerte yo no tenía nada, según el test. Me sacaron sangre, igual. Querían saber si además de alcohol había drogas.

El año que viene el trece de diciembre es sábado. No sé si habrá luna llena, pero al menos no será viernes.